Violaciones y asesinatos contra la mujer en Argentina, una historia desgarradora para latinoamérica
BUENOS AIRES — El miércoles marché. La manifestación se llamó Vivas Nos Queremos. Un lema que pedía exactamente eso: seguir vivas. La marcha arrancó desde el Obelisco a Plaza de Mayo a las cinco de la tarde y hasta el final, hasta que desconcentramos, cerca de las ocho de la noche, no paró de llover. Foto/ The New York Times
Por : Silvina Giagianti
Buenos Aires, Argentina
Mujeres de a una, de a tres, de a más, caminando por las calles del centro, resguardándose un poco de la lluvia abajo de los techos de los bares, pizzerías y cines de la avenida Corrientes. Mujeres que recién habían salido de trabajar, de estudiar, del colegio, de su casa, empezaron a juntarse en el Obelisco. Mujeres de negro a lo largo de las tres cuadras que me llevó ir desde la boca del subte hasta una esquina para encontrarme con algunas de mis amigas.
Nos mirábamos a los ojos con todas las que nos encontrábamos, como si nos conociéramos de toda la vida. Estábamos tranquilas pero heridas. Después, empezamos a marchar. Un bloque infinito de paraguas caminó hacia la Casa Rosada. Antes, en el subte, me había tocado viajar en el mismo vagón con cuatro chicas de no más de 16 años y dos chicos que estaban con ellas. Llevaban una bandera que habían hecho para la marcha. Cantaban canciones de rock. Eran todos muy chicos y sonreían mucho. Fue el único momento en que se me trabó la garganta.
El miércoles marchamos porque los problemas que tenemos las mujeres dejan del tamaño de un grano de sal la palabra problema. En octubre ya fueron asesinadas 19 mujeres en 18 días en Argentina. En los últimos nueve años, en el país, una mujer fue asesinada aproximadamente cada 30 horas en episodios de violencia doméstica. El miércoles marchamos también porque, mientras el Encuentro Nacional de Mujeres que se hizo en la ciudad de Rosario a principios de octubre terminaba como un cuadro de Goya —con humo, fuego, balas de goma y represión policial— en Mar del Plata, en la costa atlántica argentina, dos tipos o más violaban, empalaban y asesinaban a una chica de 16 años que se llamaba Lucía Pérez.
Lucía se murió literalmente de dolor. Mientras en el país se discutía la violencia de los grafitis pintados durante el encuentro de mujeres en Rosario, se daba a conocer cómo había sido el asesinato de Lucía. Incluso después se siguió debatiendo el vandalismo, cuando se conocían detalles cada vez más sórdidos, como que a Lucía la lavaron y dejaron en un sala médica queriendo hacer pasar la escena por una sobredosis.
Sí, sobredosis: de violencia machista. De considerar a la mujer una cosa, una res, un pedazo de carne a la que se le puede hacer cualquier cosa por cualquier conducto. Y de la que después de muerta se puede seguir diciendo cualquier cosa. La marcha se organizó rápidamente a través de las redes sociales después de la violación y el asesinato de Lucía Pérez, una joven estudiante de 16 años, el 8 de octubre pasado en Mar del Plata.
El miércoles marchamos porque creo que a lo largo de mi vida le dije más a mis amigas “Avisame cuando llegás” que cualquier otra cosa. Y ellas me lo dijeron a mí. Y porque en cada círculo de amigas pasa lo mismo. Estar en la calle solas implica tener mil alarmas prendidas, y evaluar cuál es el menor peligro entre tomar un taxi y quedarnos solas en un auto con un desconocido, o caminar y que nos hagan algo. Marchamos porque alguna vez un tipo nos mostró el pene en la calle, o nos quiso acosar en un colectivo, o nos siguió aminorando la marcha de su auto diciéndonos todo lo que nos iba a hacer. O porque al contar estas cosas en una red social, un muchacho te escribe cosas como: “Quién te va a querer violar a vos, fea”.
A mí el pene me lo mostraron en la calle cuando tenía 10 años. Cuando luego caminé por la calle de la mano con chicas que fueron mis novias, algunos hombres nos preguntaron si “nos faltaba” o “necesitábamos” algo. Una vez, cuando le respondí a uno, me dijo: “Tené cuidado”. Y yo le pregunté: “¿Le vas a pegar a una mujer?”. Y él me respondió: “Vos no sos una mujer, te puedo pegar”.
Marchar me suele dejar dos sensaciones bien marcadas: por un lado una sensación física de exaltación, un vendaval en el cuerpo; por otro, ganas de leer, de informarme, de ver cómo vivieron otros lo que pasó en el lugar donde estuve. En la marcha hubo las clásicas y poderosas consignas levantadas cada vez con mayor contundencia: “Si tocan a una nos tocan a todas” o “Queremos ser libres, no valientes”; ahí estaban las fotos de mujeres asesinadas sostenidas por otras mujeres que probablemente no las conocieron.
Volví a mi casa voraz: quería cocinarme, meter el cuerpo debajo de la ducha caliente, leer los portales de los diarios, abrir Twitter, Instagram y Facebook, organizarme para escribir. Hice todos los actos de manera frenética, como se meten frutas adentro de la licuadora. Pero a cada rato, como una llamada calma en ese frenesí, se me aparecía el libro que escribieron Monique Wittig y Sande Zeig, Borrador para un diccionario de las amantes.
Busqué el libro y lo abrí a las 2:25 de la madrugada. Localicé la entrada de Tribu y leí: “Se puede crear una tribu de amazonas por simple decisión. Una sola persona es suficiente, será la primera célula de la nueva tribu. Puede suceder que permanezca solitaria. Puede suceder que dos amantes decidan que ellas son una tribu en formación. El crecimiento de una tribu se efectúa de diversas maneras, por afinidades con otras amantes, o por llamada. Es raro que una tribu de amazonas no crezca rápidamente”.
Entonces en ese momento, y después de haber estado en la marcha con un montón de amigas, y amigas de amigas, y mujeres que conozco de cara o de haber charlado en algún lado, me di cuenta de que el miércoles las miles de mujeres que fuimos a estar juntas formamos eso: una tribu. Un grupo capaz de transformar los problemas y convertirlos en fuerza. En fuerza colectiva y personal.
Vivo cerca de Plaza de Mayo y volví a casa caminando. Mis amigas iban a seguir el encuentro en otra casa. Yo necesitaba sacarme las medias mojadas, el agua fría de todo el cuerpo y seguir pensando en todo eso que había pasado recién, pero también mirarme un poco para adentro. Seguía lloviendo y el cielo prometía más y más agua, aunque había pasado del color acero de la tarde a negro. Probablemente algún día me acuerde del color acero del cielo del miércoles en Buenos Aires, y eso tal vez sea todo lo que me acuerde de ese día. Pero todavía no lo quiero olvidar.
Silvina Giaganti es escritora, licenciada en filosofía y docente. Vive en Buenos Aires./ the New York Times